Un relato del mundial: LA TÍA AURORITA

(Por Hugo Tajes)

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Hace unos cuantos años atrás, yo era un niño al que le gustaba el deporte. A decir verdad, era un entusiasta del fútbol. Nos juntábamos con mis amigos a patear en un baldío cerca de casa, íbamos a los bosques de Palermo o a un club del barrio. Todos los domingos iba con mi papá a la cancha. Como al viejo le gustaban mucho los deportes en general, comenzamos a ir a los partidos de básquet, al automovilismo, a las carreras de las fiestas mayas, al velódromo a ver ciclismo, al Luna park por el boxeo.

A la tía Aurorita, en cambio la apasionaba un sólo deporte. Ella iba todos los sábados al club. Así decía ella. “Me voy al club” y no hacía falta aclaración, todos sabíamos que hablaba de uno de los sitios tradicionales de Buenos Aires, donde se desarrollaban todos los deportes “ingleses”.

El deporte de la tía Aurorita era el hockey. Comenzó a jugarlo en el colegio cuando era niña. En aquellos años se jugaba sobre césped natural, con unos pesados palos de madera y la bocha era de madera forrada en cuero. Se jugaba con offside y se sacaba el lateral con una mano. A medida que pasó el tiempo, Aurorita dejó de jugarlo y se convirtió en fiel seguidora desde las tribunas.

La tía era soltera y yo su sobrino favorito. Los sábados me llevaba al club y me sentaba junto a ella a ver los partidos de hockey. Así dividía durante muchos años mi rol como espectador. Los sábados hockey con la tía, los domingos fútbol y algún otro deporte con mi viejo.

A medida que crecí la rutina se fue perdiendo, de adolescente comencé a salir con los amigos y con ellos iba al cancha ver fútbol. Casi no iba con mi viejo a los estadios y directamente dejé de frecuentar el hockey. Los noviazgos primero,  la vida familiar devenida del casamiento después, me crearon otras obligaciones y ya no concurria a los espectáculos deportivos.

Muchos años después, en lo que llaman el ciclo de la vida, con mis hijos ya más grandes, comencé a llevar yo a mi papá; ya mayor; a ver los partidos. Lo llevaba a l palco con todas las comodidades. Mi mamá me contaba que el viejo lo disfrutaba con emoción.

Los sábados comencé a llevar a mis hijos al “club” y junto a mi esposa logramos convencer a la tía Aurorita; ya una señora grande, pero con la elegancia de siempre; para que viniera con nosotros. En un momento de la tarde, me corría hasta la cancha de hockey a disfrutar del juego junto a la tía. Ahora las canchas eran de síntético, los palos de fibra de carbono, la bocha tenía compuestos artificiales, no había offside…era un deporte nuevo.

A la tía Aurorita no le disgustaban los cambios aunque decía que “ahora con todas estas facilidades, juega cualquiera. No es como en mi época. Ahí sí que había que jugar”. Aurorita vió nacer y llegar a su auge a la camada de las leonas, disfrutó junto con ellas la incipiente popularidad del hockey.

Pasando los años comenzó a estar frágil de salud y ya no nos pudo acompañar a ver los partidos en el club. Me pedía que los viera yo y después se los comentara. Así fue, cada fin de semana le llevaba a Aurorita el minuciosos detalle de los juegos.

Allá por  el  2010, la salud de la tía se había tornado de extrema delicadeza. Ese año se jugaba el mundial en Argentina, en Rosario. La tía me encomendó que fuera a ver los partidos y se los relatara. “Pero tía si los podés ver por tele, mucho mejor de lo que se ve en la cancha”. No era lo mismo, la tía quería mi relato de los detalles. Esos que la televisión no refleja.

Así fue que me convenció y reorganicé todas mis cosas para poder estar una semana en Rosario y llegar a ver las finales. Estuve en la cancha el día que Argentina derrotó 3 a 1 a Holanda y saqué fotos pegado a las jugadoras.

Cuando volví a Buenos Aires, me enteré que la tía estaba internada. A pedido de ella no me habían avisado nada. Cuando fui a verla al hospital, me advirtieron que le hablara muy poco y ni mencionara lo del Campeonato Mundial conseguido por Las leonas, porque era una  emoción muy fuerte para su corazón. Cuando me acerqué estaba dormida, con algún movimiento mío se despertó y me pidió que me acercara.  “Campeonas” dijo. “Tres a uno” y sonrió pícaramente. Alguna enfermera, se habría apiadado ante la insistencia de la tía y le pasó la noticia. “Contame algo”, me pidió y así, a escondidas de doctores y enfermeras, le mencioné aquellos detalles del partido que tanto le gustaban. Aurorita sonreía y una felicidad y una paz surgían de ella con el relato. Al finalizar la conversación, ya cansada, me despidió con un beso y se puso a dormir.

Esa fue mi última charla con la tía. Como si hubiera esperado ese momento para poder irse con tranquilidad, nos dejó al día siguiente, con paz en el rostro según dijeron los doctores. Con ese triunfo  las leonas, le habían posibilitado un momento de gloriosa alegría.

Yo seguí yendo todos los sábados a ver hockey al club, y de allí en más no me perdí ningún torneo de las leonas, como un legado al entusiasmo y la vocación que me transmitió la tía Aurorita, desde aquellos incipientes comienzos de este hermoso deporte.